Capítulo IV. Los Parientes

Los abuelos, tíos, primos y demás parentela siempre estuvieron presente en el guion de mi pequeña familia, entrando y saliendo de nuestras vidas con diferentes papeles de extras. Hasta el Día del Cambio estar con ellos significaba comidas, vacaciones, reencuentros o celebraciones que representaban momentos de diversión.

A ellos, el Día del Cambio también los transformó. Pasaron a convertirse de parientes de juegos a jueces arbitrarios, enfermeros de urgencia, educadores, auxiliadores, huidizos conocidos o tiranos del destino.

Interpretaron cada uno de estos papeles y en diferente orden según pasaban los años. Unos días desaparecían y otros volvían en manada con gestos y voces de alarma. Discutían entre ellos sobre mi madre, sobre mí, se marchaban, volvían y así repetidamente hasta llegar al agotamiento.

Unas veces, Mamá se dejaba llevar por la patrulla de emergencia y otras la expulsaba a gritos.

Cuando sonaba el botón del pánico, mis tíos maternos corrían a casa, y en los paralizados días, la soledad se podía palpar. Supongo que esa era una de las razones para que Mamá pulsase tan a menudo el botoncito. Entonces, llegaban, decidían que era bueno o malo, qué no podía hacer mi madre, qué debía hacer yo, que debían o podían hacer ellos, quién debía o podía estar o no estar… Tras ese ritual, la mayoría de las veces cerraban la puerta dejando a mi madre en la silla de la cocina junto a su inseparable cenicero repleto de colillas y a mí sentada en la cama preguntándome: ¿Y ahora qué?

Mientras tanto y a dos mil kilómetros de allí, los hermanos de mi padre se dedicaban a destruir a mi madre con las palabras. Incluso, en muchas ocasiones, ese rencor que sentían por ella no lo disimulaban delante de mí. Mis visitas a la familia paterna fueron espaciándose y sus criticas también. Establecimos el silencio como educación. 

En esos años, mi parentela fue ofreciéndome capítulos de un falso pasado sobre mi pequeña familia. Fragmentos de sucesos sobre mis padres y sobre mí que yo desconocía y que además destruían mis recuerdos, mis preciados recuerdos.

De esa época, lo más terrible fue la sensación de tener mil padres y ninguno, de tener cientos de pasados y ninguno.

Con el tiempo, el dichoso tiempo, las alertas se repetían cada vez más y las visitas disminuían con la misma velocidad, hasta que mi inmensa parentela se redujo a  una abuela que nada bueno traía, mis fieles tíos, que apostaron por mi supervivencia y un par de adorables primas que se dedicaron a salvar mi aturdida alma. Que mi familia terminase siendo tan pequeña fue más un alivio que un disgusto.

Y así, Mamá continúo con su soledad impenetrable y yo me quede decidiendo sobre mi vida.

Se lo dedico a mi familia, materna y paterna. A los que perdono y entiendo, y de los que espero, me perdonen y entiendan. Este relato lo escribí hace muchos años. Mi visión y entendimiento es otro, mi comprensión y empatía es otra. No quise variar este fragmento por ser fiel a su momento. Sin embargo, si quiero dejar constancia de que les entiendo, que entiendo que hicieron como pudieron o supieron y que yo en su lugar no sabría hacerlo mejor. 

Capítulo v. El rey, la reina y la princesita

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