Llegó la hora de pasar página. Y a mi manera.
De madrugada he recibido un fuerte abrazo de despedida de Aran, lleno de amor, compasión y preocupación antes de coger un avión para volver a su pueblito asturiano. Aran, mi compañera de universidad y de vivencias en Bilbao, Londres y Madrid, es mi amiga desde hace 26 años. Ha gastado tres horas de vuelo para estar conmigo, ayudarme y, sobre todo para adaptarse a mí, a mi energía, o más bien a la falta de ella, y a mi cáncer. No es nada fácil porque ni yo sé manejarlo, pero ella lo ha conseguido, a pesar del miedo y la inseguridad que produce. Y no solo eso, me ha mimado tanto, me ha consentido tanto, ha cubierto tanto mis necesidades que desde que salió por la puerta la comencé a echar de menos.
Aran me ha hecho reír. También he llorado en su compañía y, lamentablemente, también ha visto mi lado oscuro. Así es como llama mi prima Ele -la bruja- a mi furia. ‘Nunca te he visto así Laura’, me dijo la noche de mi desatino. ‘Es que tú, Aran, nunca me has agredido’, pensé con resignación.
Cuando saco mi lado oscuro hasta yo me asusto de él. Pero en esta ocasión, tras siete meses intentando controlarlo, lo liberé porque me estaba asfixiando la garganta y estrangulando el alma. Y no me he asustado. Lo he dejado fluir a sus anchas.
Ni imaginaba que iba a escaparse con tanta furia. Lo observé con la cabeza levantada e incluso con admiración. Por una vez no lamenté su presencia. No lamento, ni siento ni un segundo de esa furia. Ni uno.
Yo temo a mi lado oscuro por el daño que pueda hacer a aquellos a los que quiero. En siete meses lo he intentado controlar por no hacer daño al trío sinvergüenza y a la pobre miserable. Redundante descripción ¿Verdad? tal y como es ella, redundante. Pero es que lo que siento por ellas no es amor. Con mi furia me di cuenta y acepté que lo que siento por ellas es un infinito desprecio, asco y odio. Eso sí que me da pena, pero de mí. Pena de que sea capaz de sentir odio.
Así que es la hora de pasar página. Limpiar el odio. Y lo voy a hacer a mi manera.
En estos siete meses no he parado de escuchar argumentos que se empeñan que tengo que entender. No he parado de recibir reflexiones y consejos, acompañados de justificaciones a comportamientos ajenos. En esos bienintencionados gestos siempre salpican alguna frasecita en la que resaltan mis respuestas o actos. Yo escucho, porque eso sí sé hacer, escuchar. Reflexiono y me pregunto: ‘¿Así que esa respuesta mía viene de la nada verdad? ¿O es un reflejo de lo que recibo?’ Eso es lo que estoy dando: reflejos de lo que he recibido. Pero yo la imagen que devuelvo la regalo sin disfraces, mascaradas o falsa educación.
Mi monstruo se presentó cuando me tropecé con una de las sinvergüenzas, la Ofensora Ofendida. Me encontré su desparramada imagen de frente. Pasé de largo, me paré, me di la vuelta, me puse frente a ella y le dije: ‘Eres una sinvergüenza’. Su inmenso cuerpo se hizo pequeñito, escondió la vista en las gafas de sol e incrustó la cara en la pantalla del móvil. Seguí mi camino acompañada desde ese mismo momento de un temblor en el cuerpo que corría desde los pies a la cabeza. Como si me hubiera topado con un agresor en vez de con una vieja amiga. Y así es como veo a la Ofensora Ofendida. Todo el valor que tuvo en juzgarme, humillarme en un pasado, mirarme con desdén, dañarme con conciencia, en llamar a mi prima Ele para justificar su actitud, criticarme y liberarse con frases como ‘Tiene familia y amigos que la cuiden’ o ‘Es que no tenemos porque soportarla’, todo ese valor no lo tuvo cuando me topé con ella. A mí nunca me llamó para contarme qué problema tenía conmigo. Nunca. Si juzgó mi alegría, mi pena, mi rabia, mi entusiasmo, mis reflexiones, mis salidas de tonos y mis silencios. En definitiva, que yo no le gustaba y aprovechó, después de 34 años de amistad, el preciso momento que me diagnosticaron cáncer para dejármelo claro. De lo que no se percató es de que yo si me creía en la obligación de aguantarla porque era mi amiga y se lo debía, independientemente de sus actos rancios y rastreros.
El tropezón con la Ofensora Ofendida abrió la cárcel de la furia. Las llaves del candado las arrojé bien lejos atadas a un buen lazo lleno de esos ‘buenos consejos doy que para mí no tengo’, para quedarme solo con uno: ‘Tienes que pasar página’. Y así lo hago. Lo siento por las asustadizas, pero yo lo hago a mi manera, no a las convenientes para evitar sonrojar o avergonzar a nadie.
La Ofensora Ofendida aprovechó el retraso emocional de las otras dos sinvergüenzas para soltar y escupirme todo eso que ella cree que me merezco.
Todo explotó con la Reprochona Despechada, cuya actitud irrespetuosa, infantil, criticona, mentirosa y amargada ya me tenía desde lejos bien cansada. Pero fue tan dulce en nuestra adolescencia, tan bondadosa, que creía que esa luz tenía que seguir en ella por muy invisible que se me hiciera. La Reprochona Despechada me dijo dos frases con las que por fin entendí qué significaba yo para ella: ‘Tú tienes que estar sola’ y ‘No te quejes’. Me quedó claro. No entendí por qué alguien que dice que me quiere desea que esté sola. Y sí comprendí porque no me podía quejar, porque soy una huérfana muy afortunada que tiene el respaldo de mis tíos, a pesar de que no son mis padres, ni es su obligación. Lo tuve claro, clarito. Esta sinvergüenza sé que es muy consciente de sus actos viles y cobardes, pero nunca los va a admitir porque no sabe comunicarse y porque quiere esconder su alma negra. La Reprochona Despechada calcó las frasecitas de la otra y por ahí también soltó que ‘No tenía porqué aguantarme’ justo cuando me diagnosticaron cáncer. Otra que no vio que yo sí creía que tenía que aguantarla porque le debía mi lealtad por muy poco que me gustase su persona.
La última vez que vi a esta sinvergüenza le dije en un tono correcto, tranquilo y seguro: ‘Atrevete a decir lo que te venga en gana y ten el valor de escuchar lo que no te gusta’. Se fue ofendida de mi casa, agarrando el bolso como una vieja y estrujando la boca como una beata. No antes sin joder a escondidas un mueble de mi madre con whisky. Y se encendió otra luz en mí: ‘¡Anda! no es el tono de lo que digo, lo que les molesta es que les diga lo que pienso’. Interesante.
Y al día siguiente. Tras estas dos sinvergüenzas. Llegó la tercera. La más dañina. A la que no voy a perdonar ni muerta porque el dolor que me produjo tan injusto e innecesario soy incapaz de comprenderlo y menos asimilarlo. La Egoísta Autocomplaciente. Ésta disfraza su total desinterés por los demás con postres, espléndidos platos caseros, regalitos y hasta préstamos altruistas. La más bondadosa de todas las sinvergüenzas, si eso posible.
Antes del diagnóstico de mi cáncer, que ya estaba enferma, la Egoísta Autocomplaciente no paró de llamar, traer queques, comidas y charlas. Infinitas charlas sobre ella, su bondad, sus circunstancias y su momento. Le regalé miles de horas para escuchar sus momentos porque era mi amiga y, a pesar de mi cansancio y mi pequeño cáncer, su momento merecía mi atención y mi desgastada energía. Y su temerosa soledad, mi compañía. Solo quería eso de mí: unos oídos a los que escupir su imaginaria vida autocomplaciente. La muy torpe, en sus visitas de sus momentos no se dio cuenta de que yo me estaba percatando de lo egoísta que estaba siendo y de lo poquito que lo disimulaba.
Esta sinvergüenza me mandó un whatsapp sin faltas de ortografía, muy bien escrito, con sus puntos y coma colocados y con uno de los mensajes más dañinos y miserables que he recibido en mi vida. Después me bloqueó. Tengo entendido que sigue muy orgullosa de lo bien que lo escribió y de tener tanto valor. En ese largo texto me expuso que ‘Me tenía miedo, que era de antes del cáncer y que era su problema, no mío’. Lloré mucho y en silencio. No entendía cuándo fue ese antes del cáncer ¿Los 34 años de amistad? Repasé que le había hecho yo y no lo encontré porque siempre la he respetado y también he tenido en cuenta su fragilidad emocional y mental… Seguí sin entender ¿Si es tu problema porque me lo escupes a mí de esa manera y en este momento mío? En fin. Que lo que me quedó muy claro es que me utilizaba para alimentar su autocomplacencia, que le importo muy poco y que mi vida no tiene mucho valor para ella. La retrasada emocional no agradeció todos esos momentos en los que me agotó el oído y la paciencia con su incesante monólogo de refuerzo autocomplaciente.
Y llegó la cuarta. La Pobre Miserable, redundante, como ella. Ella representa lo más estupido de los actos que es seguir la corriente a la manada. Simplemente desapareció porque las otras lo hacían. Apareció a los cuatro meses con frases vacías y batallas sin sentido… Mucho bla,bla,bla que ya a estas alturas ni me interesa, ni sigo la corriente, ni gasto mi preciada energía. Después salpicó su presencia con menos consideración y más torpeza, sin valorar mi tiempo, solo el suyo. De ella recibí en mi móvil una fotito de amor del trío sinvergüenza. A esta de regalo la he espantado yo, porque ahora soy yo la que decide que no las aguanta. Yo ya no le debo lealtad. Y a esta sí que le he escupido lo que siento rapidito y ni he esperado siete meses para alimentar el odio.
En un pasado tuve siete ‘amigas del alma’ por las que hubiera hecho cualquier cosa. A las que quería, consideraba y justificaba porque me sentía agradecida de que fueran mis amigas. A las que soporté lo bueno y lo malo, porque ellas lo hacían. Porque creía que ellas también veían que yo las quería con todo. Me equivoqué. Me diagnosticaron cáncer y cuatro de estas amigas, a las que llamaba hermanas, me mostraron lo que yo significaba para ellas.
Otra se fue unos años antes por un camino que a mí no me gustaba y por el que no quería acompañarla.
Y hoy por hoy y por el momento me quedan dos, la Torre y la Artista. A las tres nos cuesta mantener esta amistad y no sé si lo conseguiremos porque con este percal nos hacemos pupita. A la Torre y a la Artista les asusta que yo escriba esto. Mi furia les amenazaba con que iba escribir un cuento con nombre y apellidos. Eso sí que les asustaba, los nombres y apellidos, ¡Qué vergüenza eh! Me pregunto si lo que les preocupaba era que destapara la podredumbre del trío sinvergüenza y de la pobre miserable o la falta de calma de mi alma. Si es lo primero, no lo siento porque estoy siguiendo un consejo de ellas: Pensar en mí y solo en mí. Espero que ellas sí tengan claro que a veces no es fácil pero que las quiero y las acepto tal y como son y actúan.
Cuando cuento esta historia, mis amigos, aquellos a los que les gusto como soy, dicen que este trío, más la burrita miserable, salieron corriendo con el anuncio de mi cáncer, pero que necesitaban justificar la huida de ratas y para ello me utilizaron como chivo expiatorio. Yo pienso lo mismo porque han esperado 34 años y un cáncer para demostrarme lo que significo para ellas.
En fin. Todo se los puedo perdonar, aunque no se han disculpado, menos que me utilicen para justificar sus actos rastreros. Son suyos, como estos los míos. Que sean consecuentes porque les aseguro que yo lo soy. Con mis actos y mis palabras. Lo que he hecho pública y privadamente es el reflejo de sus actos que dejan en mi cosechado odio.
Y ahora sí. Es hora de pasar página y, después de siete meses intentándolo como querían otros, lo hago a mi manera.
Se lo dedico al trío sinvergüenza y a la pobre miserable. Me queda algo de compasión por ellas y no pongo nombre y apellidos. Pero qué más da. Lo único que importa es que yo consiga pasar página.